No midieron su viaje entre la selva y el hogar. El algún lugar del mapa tocarán con las manos el suelo de su origen y lo reinventarán todo, la raíz oscura, lenta y verdadera, el mapa de todas las grutas, el musgo ceñido a la garganta, la idea de otra edad expansión, la afilada indecisión de un límite. Su sitio en el paraíso será feriado, junto a su sed por el zumo de sandía, el bosque de cuerpos luminosos.
El hombre del bosque cortó la sombra del viejo árbol, aquel epeso ramaje que sostenía la embriaguez de los pájaros de diablos y lunas, y al mono aullador fijando su voz ebria sobre la copa o la corteza. De la tala surgió un misterioso árbol, segunda reunión de espigas, madura sombra, extensa y cierta. Ahora la flor seca huele a vino rancio.
Al pie de la casa de mi padre se ve un bosque, cima de monte, madriguera del sol descendiendo. Allí los enfermos preguntan por el árbol de la fuente que los sana. Ellos son fuertes cuando caminan sobre la colina, decididos al cruzar el campo. Pasean alrededor del árbol, sujetan las guirnaldas de sus ramas y hablan de la vigilia, del paraíso al extremo del cielo, del sueño vuelto llama y ceniza. No son adeptos a la inmortalidad, llevan la palidez, el final en su propio vientre. No sé si transitan por la edad de la razón, pero les oí murmurar que de ese tronco saldrá una joven, una heroína creadora de milagros. Desde entonces elegí mi destino junto al árbol.
Quizás el brujo viaje a buscar al árbol calmante de la sarna, a rezar frente al abuelo revivido dentro de un roble infestado de abejas, a descubrir el lugar donde los follajes ocultan los cuernos del ciervo o a seguir dialogando cerca al hombre árbol, el árbol que habla de la mujer durmiente bajo su espectro. O quizás el brujo extraviado por siglos entre el bosque siga juntando ramas para formar una montaña.