Te abres el pecho
Largamente
y allí encuentras
dos libros
casas que no alcanzaron
su estatuto
de moradas
el ojo de los dormidos
como un carbón
bajo la niebla
sigue cavando
los rostros de tus abuelos
amarillos
por el cáncer
el uno era político
y soñaba con los trenes
el otro un músico
que le cantaba
a las luciérnagas
Montañas arrastradas
por un río
de voces
pedregosas
y más abajo
el mar.
Ha sido inútil el arte
de cavar huellas.
Abrir un agujero
entre la hierba
y los
papeles
dispersos
para mirar de nuevo
las estrellas.
La luz de mi ciudad tiene un tamiz
de sombras,
como lavada en los naufragios
que la alzaron sobre el cerro.
Los nogales convertidos en cruces
y las gavias en ministerios,
un resplandor de oro
en las vitrinas del tiempo.
La lluvia vuelve a juntar
estragos en un agua
de murmullos y cenizas
moviendo arenas.
Cae la humedad como si entrara
un potro frío a los cinemas.
Y se oyen voces
en las calles rotas
y voces que les responden
en las plazas desocupadas.
La niebla se vislumbra en el café.
Tiene algo de ballena
cuando brama contra los cerros.
De un galeón fantasma
que partirá sobre las cumbres
cuando suba la marea
Abajo la ciudad, arrojada con todas
sus luces en un cruce de huesos
y de estrellas. Tenía razón el que decía,
“no pierda el tiempo descubriendo
su ciudad, hay que inventarla primero".
Pájaros barranqueros traen el péndulo del mar grabado sobre las plumas que les cubren la cabeza. Reptiles siguen su vuelo desde abajo, con esplendor mortífero, se disputan los cazadores su heráldica sexual. Ellos demoran la nieve y me visitan otra mañana, llevan hasta mi casa las migajas de un paraíso clausurado y esta belleza que excava.
Un edificio. La habitación a oscuras
se alumbra con la secuencia del televisor,
como a través de una tormenta lejana.
Nada sabemos de ellos pero ahí están.
Todas las noches
comienza un mundo por sus manos.
El barco se hunde ante las costas
y no podemos hacer nada.
Miramos los vidrios
que se encienden o se apagan.
De pronto sean estas ráfagas de luz
la habitación donde termina un amor
y apenas escuchamos la última sílaba del ruido.
Pensarán ellos que somos nosotros
los fantasmas,
prendiendo las luces en los cuartos
o amándonos los sábados.
Y creerán que no están solos.
Y al otro lado de las ventanas
verán el resplandor,
parecido al encuentro de una música amiga.
“...mucho después de que los
dinosaurios se extinguieran,
llegaba a este lugar...”
José Hierro
Debieron terminar muchos paisajes
para llegar a este silencio, muchas mañanas.
La tierra negra del invierno. Las piedras que ya estaban en el parque
antes de que los dinosaurios
se extinguieran.
Tenía que abrirse entre los ojos
y el instante una canción conocida,
como si el tiempo ordenara
los seres siempre que la escuchamos.
Saber que estos caminos seguirán
cuando nosotros nos vayamos.
Los maples helados y los subterráneos.
Los deportistas que cruzan
empujados
por una ambición
mucho más líquida que la vida.
Los rostros del invierno
no volverán a encontrarse.
Otros levantarán esta ciudad
desde sus ojos en un millón
de barcos de cristal
y de hormigón.
Agua que cae desde ninguna parte y atraviesa las superficies,
las piedras que ya estaban.
Debieron terminar muchos paisajes
para llegar a este silencio, muchas mañanas
para volver a este lugar.
Ha comenzado a llover.