Abanico del sol es la mañana,
mariposa de luz adormecida,
fulguración atenta de la vida,
playa encendida en apariencia vana.
En medio de la sombra, soberana
del más leve color, de cada herida
donde brote una luz desvanecida
como el eco final de una campana.
Más allá del azar y los sutiles
campanarios, matiz, sol y follaje
ella es aquí palabra que se inventa.
Toda su realidad son los atriles
mágicos y fortuitos del lenguaje
que fatal en sí mismo la sustenta.
La oscuridad es el centro de toda historia.
El tiempo y el momento se detienen allí,
allí se cimbran y se cierran.
Ah, si todo se quedara como está,
el florero en la mesa y las flores apenas,
el reloj desprendido de su hermetismo,
abandonado todo en su quietud, en su temblor,
en su estancia redonda y sin flujo.
Ah, si uno pudiera detenerse así,
si uno pudiera ser en ese acto
su propio cáliz, su patena.
Si uno pudiera quedarse aquí con uno mismo,
en el instante,
como una ola inundada en la luz azul que la alimenta,
en el ansia anhelante de la espuma,
en su cresta.
Pero las cosas fluyen, desencadenan, sentencian.
Como hojas de viento sorprendidas en ráfaga
se desprenden del grupo compacto,
un niño, dos, cada vez más,
levantan en vuelo para encrespar la calle,
soplados hacia sí, impelidos a unirse,
deshaciendo el grupo en el que estaban,
buscándolo de nuevo, conformándose.
Un imán los aleja y los reúne,
los dispersa primero hacia la calle,
los vuelve a congregar. Es muy extraña
esa manera de llenarse, hacerse ser.
Como si no supieran quiénes son sin seguimiento.
Se buscan, se tocan, se apelmazan.
Nada se da de golpe sino en un desafío
que los impide de uno en uno.
Hay dos o tres que ya han cruzado,
dos o tres más que empiezan a desprenderse,
hasta que, como si se expandiera el motivo,
el bucle se despega, vuela, se asimila,
cruza la calle en masa. Queda
un aliento, una suavidad que mece,
que acompaña a los rezagados, que los hace
ver que allá no están, que ya no están, que el grupo
está del otro lado. Todo
con una naturalidad de viento amable,
sin violencia, como en ciclo,
masa compacta nuevamente
al fin, tras movimiento, apaciguados
Sólo es el verde,
el verde todo
que sube por el árbol
donde la luz refugia su presencia
en la forma enlamada de los troncos.
En el claustro no hay nada.
Alguna monja cruza sus secretos
y el moho, verde vapor discreto
y el polvo húmedo
de las hojas finales en otoño.
Los árboles se ayuntan y la luz
que entre sus ramas cuelga
grita en secreto para algunos ojos.
Es que escribir ahora es decir cosas más y más acedas,
el hedor y la parálisis de las cosas,
la sucia fermentación que nos orilla,
la turbia pesadez de tantos hombres solos,
la violencia y su rasgo tan humano,
la mordida de un perro y la sangre,
el alacrán del día siguiente.
Es que escribir ahora es hacerlo de nuevo en el rastrojo
sin más ni más que estas paredes neutras,
que esta encalada troje de ansia
y tanta voz a cuestas y tanto ciego.
Porque escribir ahora suelta al perro,
suelta la res, suelta la muerte,
suelta la carne y la descomposición,
la maldición y la maladicción.
Llega el dolor y es una carga inmensa.
El peso de una arena acumulada
y estéril. La desafortunada
e inútil argamasa de la ofensa.
El círculo vicioso en que la intensa
labor de tanto sueño es anegada
por una carga aceda y asolada.
El agobio del agua que se adensa.
Vivo el dolor y lo que vive muere
entre los vicios suaves que me acerco
y en la torpeza absurda que me hiere.
Ante la falta de color, el terco
infundio de una suerte que no alcanzo
o el remedo de amor al que me lanzo.