La vida y la muerte: reino de máscaras
y prolongación
de velas encendidas
sobre cada punto suspensivo.
Amor, vida:
Despiértame.
No me abandones en la pequeñez de este mundo.
Navégame desde las mañanas
confusas
en el sentido de la corriente.
No me sueltes en el torbellino
angustioso
de las plazas.
Amor, vida:
Levítame.
Vuela ahora hacia el puerto
del regreso.
Haz que las nubes
conflictivas
se hallen en su tropel de lluvia.
Amor, vida:
Recíbeme.
Que tu desnudez en nuestro cuarto
me señale la almohada soñada de la dicha.
No permitas que las astromelias amarillas
del jarrón de tus ojos
se mustien por las tardes.
Amor, vida
aviva tu imagen
para que en nuestra siesta
nos invente en casa
el paraíso.
La noche trenza los rostros de la espiga
al abandonado cuerpo
del espejo
en que se fragua
la cuota lenta
de la amada tristeza
que funda sus huestes en la forma y lugar
de cada montaña
y cada pájaro que vuela.
Polen y cuarzo
trasiegan la lentitud del caracol,
pronunciando lejanías
al remembrar la casa del bosque:
La quinta de la infancia y la fábula
que dotaba de lengua
foránea a los domingos de verbenas y soles.
Promesas hubo en ese espacio
que hoy conjuga la sal de las lágrimas:
Ese espacio sin huéspedes
y sin palabras,
ese lugar en el que ahora sólo palpitan
el lamento ingenuo
de las ánimas
y el cadencioso trinar del ruiseñor.
La niebla otorga lazos de herrumbre
a la verdad que bulle
detrás de las franjas tercas del dolor.
Nos hemos dado las manos
para disimular el aciago papel del arlequín.
Su nostalgia aligera la llegada
a regiones sin suerte
dando pie al escarabajo que fluye
mientras lame
las eses emergentes de la flor.
Un salmo apronta la aversión
del huésped
que rasga la frente del buey que de nuevo
rezonga
la fatalidad
de ser bestia y hombre,
finitud de la materia que persiste,
resonancia del fango,
y matriz de lo que
rápidamente cae, se degrada y muere.
Pertenezco a las sombras, al instante
esculpido por el fuego,
a la luz que se retrae
y a la materia que indigesta
las premoniciones del vuelo.
Dromedario agazapado en el alto
y ancho
desierto del mundo.
Discurso de luciérnagas amaestradas
y vestidas con los bordes
de un libro abierto
sobre los rencores de la sangre
que brota en cada ángulo del recuerdo.
Sábana tendida en los bordes
del tiempo desgastado por el roce
de los cuerpos
y la plenitud del fuego
que el beso y la caricia agotan.
La noche, amor,
es el candil que permanece
alumbrando
los rotundos elementos
de la vida,
y la traslación lenta del silencio.
Nos inventaron el alma,
dulce caída
de la historia y la existencia.
Latido de vidrio quebrado
si no nos perdonamos
con la partida del abismo;
si no conjuramos
el rostro que mengua.
Y pensar que una ligera sonrisa es a la vez
la inmunda
y absurda carcajada
emitida por la continuidad del péndulo
que perfila
la caída del tiempo
y del lodo
sobre el velo mutante de la piel.
Y pensar que nacer sobra,
pues el verdugo
estará al acecho siempre.