Por Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz.
20-06-2017.
AGREDIR a otro ya es un desorden, un movimiento del psiquismo que se concreta en físico. Pareciera que tal disposición nos viniera en los genes, navega por la sangre y hace fuego en las manos y en la voz. Los sistemas se activan de diversas maneras, van desde el gesto descompuesto, la intemperancia verbal, hasta la invasión a la otra corporeidad, bien sea con los propios miembros, o con instrumentos, especializados o no, para socavar al contrincante. Un puño, una piedra, un leño, un cuchillo, un arma de fuego, cualquier cosa que proyecta la pasión destructiva. Irrumpir con violencia es levantar bandera en los despojos ajenos, es declararse superior ante el más débil, desprevenido, o víctima propiciatoria. Desde el más tierno infante –perverso polimorfo, en términos rotundos de Freud-cuando hace pataleta, araña y muerde a la madre o teatraliza para que castiguen al hermanito mayor, hasta el más vil sociópata, la carga belicista está presente en la cotidianidad. Hace parte de nuestra energía libidinal, nos insta a pararnos firmes sobre la tierra, a defender, por las buenas o por las malas, nuestro patrimonio tangible e intangible.
Matar es un verbo tabú, porque se sale de lo normal, así se haya tratado de legitimar con textos superpuestos, como la patria, la religión, la propiedad, el poder, los códigos de honor, la raza y la tradición. Matar descompensa, se vuelve noticia, rompe diques familiares y sociales, paraliza fracciones de tiempo, complica a los vivos con el peso y los humores de los muertos. Se cambia de aire, de color, de ritmo. Los duelos se prolongan, las campanas doblan sobre los techos y el corazón de las palomas. Matar es un gran desorden, un remolino tratando de encontrar un nuevo cauce de equilibrio. Viene la media asta, el sostenido de trompeta fúnebre, los rostros compungidos y los sobretodos negros. A veces, la medalla de honor, las palabras encendidas, pero en la cima del climax, se campea el silencio de sabernos impotentes frente a la tarea precisa de Caronte, el aciago barquero, capitán de la muerte. Matar un hombre nos disminuye, ha dicho el poeta, porque matar a un hombre, es matar un universo: de afectos, posibilidades, deseos, noches y amaneceres. Sumatoria de domingos, como una tregua, de las pequeñas agonías laborales, incensarios de sábados, con el vino y los cuerpos en combustión de fiesta. La nada, si es posible la nada, donde una vez habitaron la sorpresa y el péndulo.
Svetlana Aleixiévich es una mujer bielorrusa, que el próximo año arribará a los setenta. Es periodista y escritora, en el año 2015 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Se paseó por las estepas y las ciudades de la antigua Unión Soviética, con grabadora y bitácora, auscultando la voz entrecortada de las veteranas de la segunda guerra mundial, aquella que libraron muchas mujeres, ante la invasión nazi y que dejó millones de muertos, dispersos entre la nieve y las trincheras. Mujeres jóvenes, algunas apenas saliendo de la adolescencia, que nunca imaginaron siquiera con empuñar un arma, se vieron envueltas en batallas dantescas, resistencias inverosímiles y heroísmos, que en medio de la nefasta conflagración, dejan esa mínima impronta de humanidad, a la que acudimos cuando todo se derrumba, menos la pavesa, tímida y oscilante de la compasión. De su libro “La guerra no tiene rostro de mujer” he seleccionado algunos textos que bien pueden funcionar como pequeñas crónicas, minificciones, hasta poemas, para que nuestros innúmeros lectores pongan en balanza esas dos palabras que León Tolstoi, otro ruso insigne, nos dejó para siempre: Guerra y Paz .
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“Trajeron un herido…Estaba tumbado en la camilla, el vendaje le cubría casi por completo, había recibido una herida en la cabeza y se le veía muy poco la cara. Un poquito. Por lo visto, le recordé a alguien, se dirigió a mí: “Larisa…Larisa…Larisa…” Supongo que se trataría de la chica a la que quería. Y yo me llamaba justo así, pero yo sabía que jamás me había cruzado con ese hombre…Pero me llamaba a mí. Me acerqué, no comprendía lo que ocurría, intentaba aclararme. “Has venido? ¿Has venido? Cogí sus manos, me incliné hacia él…”Sabía que vendrías…” me susurraba algo, yo no entendía que decía. Me cuesta contarlo, cada vez que me acuerdo de aquel momento, los ojos se me llenan de lágrimas. “Cuando me marché al frente –dijo- no tuve tiempo de darte un beso. Bésame…”
Le besé. Se le escapó una lágrima que se escurrió hacia el vendaje y desapareció. Y ya está. Murió…”
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“Los alemanes nos cogían prisioneras a las mujeres militares…Las fusilaban. O las paseaban ante sus tropas, mostrándolas. “No son mujeres, son unos monstruos”. Siempre nos guardábamos dos cartuchos para nosotras, dos, por si el primero fallaba…
“Capturaron a una de nuestras enfermeras…Un día más tarde conseguimos arrebatarles esa aldea. Por todas partes encontramos caballos muertos, motocicletas, vehículos blindados. La encontramos: le habían arrancado los ojos, le habían cortado los pechos…Le habían metido un palo…Hacía mucho frío, ella era muy blanca y tenía el pelo canoso. Tenía diecinueve años.
“En su bolso encontramos las cartas de su familia y un pajarito verde, de goma. Un juguete…”
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“Ardían los bosques y los campos…Humeaban los prados. Vi perros y vacas quemados…Un olor insólito. Desconocido. Vi…los barriles con los tomates y las coles quemados. Ardían los pájaros. Los caballos…Todo…Las carreteras estaban llenas de objetos negros, quemados. Había que acostumbrarse a ese olor…
Comprendí entonces que cualquier cosa puede arder…Incluso la sangre…”
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“Durante un bombardeo se nos acercó una cabra. Se acercó hasta el lugar donde nos escondíamos y se tumbó. Simplemente se tumbó a nuestro lado y balaba. Dejaron de bombardear, la cabra nos siguió, no se apartaba de la gente: era otro ser vivo asustado. Llegamos a un pueblo y allí se la ofrecimos a una mujer: “Quédesela, nos da mucha pena”. Queríamos salvar a la cabra…”
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“Tomamos una aldea…Buscábamos agua. Entramos en un patio donde habíamos divisado un pozo con cigoñal. Un pozo artesanal, tallado a mano…En el patio yacía el dueño de la casa, fusilado…A su lado estaba sentado su perro. Nos vio y comenzó a gañir. Tardamos en comprender que nos estaba llamando. El perro nos llevó a la casa…En la puerta hallamos a la mujer y a tres niños…
“El perro se sentó y lloró. Lloró de verdad. Como lloran los humanos…”
· Alexiévich, Svetlana.( 2015). La Guerra no tiene rostro de mujer. Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U. Bogotá, D.C. Colombia.