Por Nicolás Zimarro
Esta podría ser la principal conclusión del trabajo titulado “La democracia de la abolición” presentado recientemente por Angela Davis; aunque también podría resumirse en este castizo refrán: “Del dicho al hecho hay un gran trecho”. Y es que, tal y como señala Davis, los progresos en la lucha por la abolición de las desigualdades endémicas de género racial en los Estados Unidos de América no han trascendido las paredes de las cárceles.
Es cierto que muchas cosas han cambiado desde la exitosa lucha por los derechos civiles en la década de 1960 hasta la llegada de Barack Obama a la presidencia; pero, como nos recuerda Davis, las conexiones entre el viejo código esclavista y la formación del sistema carcelario contemporáneo son evidentes.
Así, persiste la anacrónica concepción del ingreso en prisión como el merecido “castigo para esclavos”, en el cual el racismo es un componente común de la criminalización de las comunidades negras. Esta situación resulta más lacerante, tanto en cuanto más se reviste de paños calientes de pretendida normalización democrática, sobre todo, a partir de la década de 1980, que es cuando se inició el proceso de adaptación del sistema carcelario a la vida económica general de EE UU.
Davis recuerda que la aparición de la “prisión-empresa” ha seguido unas pautas de privatización que han hecho que a principios de este siglo “poner freno a la delincuencia” se convirtiese en negocio. El “complejo industrial-penitenciario” mantiene relaciones estrechas con el viejo y conocido “complejo militar-industrial”, que ha producido un desmantelamiento progresivo de los programas educativos en las cárceles.
Como destaca José Luis Pardo en un artículo titulado “Tren de medianoche”, la idea de que la revitalización de la democracia debe pasar necesariamente por la construcción de una alternativa al sistema carcelario es central en la obra. Lo que en este sentido se considera “alternativa” a la cárcel no son medios como el arresto domiciliario o el brazalete electrónico. Para Davis, la principal alternativa a la cárcel es la escuela, inserta en un tejido social de regeneración del sistema educativo y de la atención sanitaria gratuita que rompa con el racismo, con la dominación masculina, la homofobia y la discriminación de clase y de género; un tejido de “despenalización” que se oriente hacia una concepción reparadora y reconciliadora de la justicia, es decir, no exclusivamente de retribución y de represalia, que mine la idea de que el castigo es la consecuencia inevitable del crimen y conduzca a una reducción significativa de la población reclusa.
Quizá alguien piense que la apuesta de Davis es pura utopía, buenismo oportunista. Allá él o ella. Todavía no se ha demostrado lo contrario. ¿Se atreverá algún dirigente a intentarlo? He aquí el reto.