Por Nicolás Zimarro
27-09-2016
En mayo de 2015 escribí un artículo para el portal “El Hispano.es”que atacaba, sin tapujos, la desorientación reinante en la acción política de los responsables de la Cultura en los diferentes ámbitos institucionales. Decía así:
“Algunos se crecen y sacan pecho, a poco que les den chance, como le ha ocurrido al Secretario de estado de España, José María Lasalle, en la conferencia de apertura del XXV Congreso Cervantino Internacional que tendrá lugar entre los días 25 y 29 de mayo en Guanajato, México, que se enmarca dentro del cuarto centenario de la edición de la segunda parte de ‘El Quijote’ y está organizado por la Fundación Cervantina de México, el Museo Iconográfico del Quijote y la Universidad de Guanajuato, a través del Centro de Estudios Cervantinos. El señor Lasalle hizo suyo el término “cervantear”, utilizado por Juan Goytisolo en la recepción del Premio Cervantes de este año, señalando que es preciso "cervantear nuestro presente”, esto es, “seguir la propuesta que Cervantes desarrolló en ‘El Quijote’, que "no es más que una exaltación plástica del humanismo como vía de convivencia”, en tanto que "La figura del Quijote es una posibilidad tangible en el siglo XXI " por el "poder reformador" que brotaba del espíritu de Alonso Quijano,
"un poder que tiene que nacer de uno mismo gracias al despertar de la conciencia crítica que la cultura provoca con su vocación de hacernos mejores". Casi nada… Lasalle. O sea, que nos toca “quijotear” por la vida. A mí, viendo el panorama, no me seduce la idea. Simplemente basta
recordar cómo le fue a Unamuno.
Y otros aprovechan la oficialidad de un evento para aparentar una excelencia cultural que, por lo demás, brilla por su inexistencia. Es el caso del Ayuntamiento de Segovia, ciudad que ha asumido este año la Presidencia de la red de Ciudades Machadianas, que por fin se ha dignado a adecentar y a cuidar la casa museo de Machado sita en el nº 5 de la calle Desamparados de la localidad, además de a organizar diversas actividades en recuerdo y homenaje del poeta de Baeza a lo largo de todo el año. No hace tanto tiempo que daba vergüenza pasarse cerca de dicha casa museo, porque lo que se encontraba el visitante era un contenedor de basura, justo al lado de la puerta del murete que rodea el edificio, que tapaba la placa que anuncia el nombre del mismo, un césped descuidado con la hierba crecida hasta las rodillas de quienes osaran acercarse a tocar el busto semicubierto de verdín del poeta que está en medio del jardín y, por supuesto, la entrada al museo cerrada a cal y canto, sin indicación alguna de horarios ni días de visita por ninguna parte. Pobre Machado, si levantara la cabeza. Él que pasó 12 años en Segovia, donde escribió gran parte de su obra teatral, creó dos de sus personajes más famosos (Juan de Mairena y Abel Martín) y conoció a su nueva musa, Guiomar. En fin, más vale tarde que nunca. Habrá que consolarse pensando que, quizá, los políticos van entendiendo que la cultura es un bien a preservar. Al menos, hoy la copia del busto de Machado que Emiliano Barral realizara en 1920 luce lustrosa en un coqueto jardín vestido de hiedra y rosales.”
Pues bien, en todas las cordenadas geográficas pintan bastos, o sea, en cualquier parte del mundo ocurre que un poeta es víctima del más cruel de los desahucios. Nada nuevo. En este caso, les ha tocado nada menos que a edgar Allan Poe y a Walt Whitman. Así lo recoge Manuel Vilas en un artículo titulado “Poe y Whitman en los suburbios”, publicado en Babelia el día 14 de setiembre del presente. Esta es su denuncia:
“Edgar Allan Poe fue un hombre que tuvo una sola casa y dos enterramientos en la ciudad de Baltimore. Su casa de Baltimore no está edificada en Baltimore, sino en un extrarradio. Se encuentra en el 203 de Amity Street. A mediados del XIX, la gente construía sus casas en las afueras de Baltimore huyendo de la peste y del cólera, de las enfermedades que pululaban en las ciudades portuarias. No es casualidad que el Baltimore de Poe sea el mismo que el de la famosa serie de televisión The Wire. El fantasma del escritor se hermana con la marginación insólita y el tráfico de drogas elevado a una rara forma de arte de vanguardia.
Nada más entrar en esa casa de Amity Street, de lo primero que te alegras es de no haber nacido en el siglo XIX. Si Edgar Allan Poe te habla desde alguna parte, ese lugar es la miseria material. Hay una mujer en la entrada. Me explica que la vivienda ha estado cerrada mucho tiempo por falta de fondos. Nadie quería pagar los 80.000 dólares (70.921 euros) que costaba mantener la casa-museo. Huele a humedad. Miro a los ojos de la mujer que me habla. Parece una enviada de una secta de adoradores del cuervo alquímico. La mano de la muerte está en esta casa por todas partes. En la cocina hay otra mujer, que también me habla. Las dos mujeres pertenecen a una asociación de amigos de la casa de Poe, que recaudan dinero para que siga abierta. Piden ayuda para sufragar los gastos, como los afroamericanos del barrio piden limosna en la calle. Es un lugar que me recuerda a los polígonos industriales de las ciudades españolas del interior. El paisaje urbanístico es una exaltación de la mala suerte colectiva. La mujer de la cocina de la casa de Poe me explica cosas referidas a esa asociación, pero lo hace en un inglés decimonónico que me cuesta entender. Pienso en este instante en las traducciones de Poe hechas por Julio Cortázar. La cocina es minúscula. Aquí vivió Poe con su mujer, que era su prima; con su suegra, que era su tía, y con su cuñado y con la madre de su suegra. Un cónclave familiar metido en un espacio inhumano. No cabe tanta gente en la cocina, tendrían que hacer turnos para estar en ella, porque es tan pequeña que parece un agujero en la pared. La escalera que sube al primer piso es claustrofóbica. Solo cabe una persona delgada. De hecho, veo detrás de mí a un afroamericano obeso que se ha quedado atascado en la escalera y grita. Pide ayuda en medio de un ataque de pánico. Le ayudamos entre todos. Le sugieren que suba la escalera de perfil. Lo intenta, pero tampoco es posible. Es un fan acérrimo de Poe. Se echa a llorar. Poe es para este hombre el Elvis del siglo XIX. Aunque, sin duda, Poe era flaco. Todos eran flacos. Es una escalera de flacos. Y es una casa para gente de estaturas pequeñas. Calculo que Poe mediría un metro cincuenta y cinco. Bajitos y flacos. Alzo mi mano y toco el techo, un techo amarillo. La habitación del primer piso es diminuta. La del segundo es aún más pequeña. Y la buhardilla es simplemente un ataúd. Pienso que dormirían de pie y en paralelo. Pienso que Poe escribiría de pie, como William Faulkner. No hay sitio para sentarse. Si se sentaba, tendría que sentarse en el regazo de su tía-suegra, o en el de su abuela-suegra. En la buhardilla hay unas botas altas, pero vete a saber de quién fueron. Es imposible saber algo así.
Cerca de esta casa se encuentra el Lexington Market, creado en 1782. Es un mercado popular que Poe frecuentó. En él se vende el mejor pastel de cangrejo del mundo. La gente hace cola para comprarlo. Muy cerca está el cementerio de Westminster con las dos tumbas del autor de El cuervo. En una descansó hasta 1875 y en la otra hasta hoy. Viendo la primera tumba y viendo su casa, uno
obtiene una revelación: toda la imaginación de Edgar Allan Poe nació de una huida, de la huida de la miseria. Toda su celebrada literatura fue un antídoto contra la pobreza, que nunca hizo explícita en su literatura porque nadie lo hubiera entendido. Ni el propio Poe lo hubiera entendido.
En la ciudad de Camden, separada de Filadelfia por un puente gigantesco que comunica dos Estados, el de Pensilvania con el de Nueva Jersey, está la tumba y la casa de Walt Whitman. El puente es gratuito si vas de Phily a Camden, es decir, si vas de la riqueza a la pobreza, pero hay que pagar cinco dólares si vas de Camden a Phily, si vas de la pobreza a la riqueza. Voy al cementerio de
Harleigh y me encuentro un pequeño mausoleo con una verja y un candado. Dentro hay un montón de lápidas blancas con el apellido Whitman por todas partes. Whitman y Whitman y Whitman. Es hermoso ese nombre en todas partes. El poeta se hizo acompañar de toda su familia. Bueno, al menos no se sentirá solo, pienso. El candado de la verja es muy antiguo. Parece abandonado. No creo que nadie guarde esa llave en algún sitio. Las lápidas se iluminan con el sol de la mañana. Una de las lápidas centrales es la del poeta. Para ver la casa donde vivió Walt Whitman en Camden tienes que concertar cita y están siempre de fiesta, nadie contesta al teléfono. Tiene gracia: la casa de Poe en Baltimore se abre por el esfuerzo personal de una asociación y la de Whitman en Camden es una
casa cerrada por vacaciones. No me aclaran cuándo terminan esas vacaciones. Tiene aún más gracia: las dos casas están ubicadas en mitad de la pobreza actual de Estados Unidos. Si Poe y Whitman volvieran a sus casas, sus vecinos serían los nuevos miserables. Estoy llamando al timbre de la casa de Walt Whitman mientras se me acerca un homeless blanco, un hombre corpulento, con un abrigo rojo y de cuadros, raído, un abrigo de los años setenta, un abrigo pop. Me pregunta: “Are you Chinese?”. Le digo que no. Él me dice que tampoco es chino. Añade que va a votar a Donald Trump para que acabe con los chinos. Esta escena ocurre en medio de la descomposición suburbial de Camden, en donde un montón de pobres revolotean como mariposas lentas alrededor de una casa cerrada en donde vivió el poeta que fundó América. Camden es la ciudad donde la marginación se convierte en una forma rara de la inteligencia: un buen destino para Whitman, el hombre que se celebró a sí mismo. Le digo al homeless que estoy esperando a que me abran la puerta de la casa de Walt Whitman, aunque sé que esto es tan imposible como impedir que este hombre vote a Donald Trump. El homeless mira el letrero donde se lee Walt Whitman House y luego me mira a mí, vuelve a mirar al letrero, mira al cielo, se marcha y dice: “Yo no soy chino, voy a votar a Donald Trump, y no sé quién era Whitman, seguro que era un chino como tú”. Tres palabras me arden en la lengua: democracia, poesía y misericordia.”
Bueno, no todo el mundo tiene por qué defender la preservación del legado patrimonial de unos “simples” poetas. Es cierto. Pero lo que es inadmisible es que los que se ufanan del glorioso acervo de poetas patrios que representan los más nobles ideales de la sociedad del momento se desentiendan tan alegremente de cuidar dicho legado, un bien cultural necesario e insustituible para el conocimiento de las vivencias personales de esos hombres y mujeres que celebran en efemérides de compromiso. Desvergüenza e hipocresía son su impronta.