El alud sensible de Mayo del 68 jamás fracasó –como lo suponen los sociólogos
conservadores– por el sólo hecho de que un sueño nunca puede ser derrotado y el no
realizarse es la condición sine qua non que lo hace invencible. Las revoluciones
truncadas se eternizan, los héroes al contrariar su destino preparan su retorno. Los
fracasos pertenecen al ámbito de lo real pero es atributo del sueño y de su incesante
renacer, imaginar que las injusticias podrán algún día ser restañadas.
Hace más de 40 años el maridaje entre el surrealismo y el marxismo abrió
espacios que todavía avanzan por senderos imprevistos. La poesía asaltó la historia. Y
cuando los estudiantes escribían consignas en las paredes de las universidades de
Nanterre, la Sorbona, el Liceo Condorcet o la Rue Rotrou de París, el mundo asistió al
relevo destellante de lo poético, que irrumpía con toda su magia para recordarnos el
brillo solidario de la existencia, pues la poesía, es al parecer la única que todavía se
acuerda de la vida. "La poesía está en la calle", rezaba el famoso graffiti escrito en
aquel convulso momento, que evocaba los Manifiestos Surrealistas firmados por Breton
en la década del veinte.
Los versos del niño salvaje que trabajó para hacerse vidente (Rimbaud) eran
escritos en las paredes de numerosas ciudades un siglo después, para que todos
recordaran que "la vida está en otra parte", en otro lugar inaprehensible cuyo acceso
siempre nos ha sido denegado. Una extraña fusión de ideologías y sensibilidades
campeaba por las calles de París, la idea de "transformar el mundo" de Marx y la de
"cambiar la vida" de Rimbaud, tuvieron unas nupcias ardientes durante casi un mes en
aquella inolvidable primavera, en la estación violenta. Y la vida –extrañamente
invitada– por una sociedad que siempre se empeña en excluirla, asistió desplazándose
en el vehículo de una violencia benéfica, en su fulgor arrasador, sin el cual como tantas
veces se ha corroborado, pareciera no existir.
Por Mayo del 68 supimos que el sueño era un derecho, en verdad una
obligación, si queríamos que una sociedad ruin como la que hemos inventado fuera
puesta en entredicho. Comprendimos que nada era más subversivo que el sueño, que en
él acechaba todo ímpetu transformador del ser humano. Y entonces su peligro fue
convocado por millares de seres que asumieron el riesgo de la ilusión.
El cineasta italiano, Bernardo Bertolucci, al ser interrogado durante la
inauguración de su film Soñadores (2003) que recrea los acontecimientos del mítico
Mayo, sostuvo algo irrefutable que levantó una oleada de críticas: esa revuelta nunca
fracasó, pues a pesar de que muchos de sus protagonistas han virado en su orientación
política, es innegable que las conquistas del feminismo, de los grupos étnicos, de los
humanismos de izquierda y de la revolución sexual, se han aproximado a su centro real.
Y daba así la razón a Jean Paul Sartre quien en un difundido diálogo con el líder
estudiantil Daniel Cohn-Bendit (llamado Daniel el Rojo) interpretó lúcidamente los
sucesos que fijaban en ese momento la atención del mundo hasta llegar a aconsejar: "Se
trata de lo que yo llamaría la expansión del campo de lo posible, nunca renuncien a
eso". Hoy sobra decir que la mayoría renunció a aquella necesaria aventura y eludió los
hallazgos legados por el sueño.
"Todos somos judíos alemanes" habían escrito los estudiantes en la Sorbona
para luego emprender una de las marchas más fraternales y crepitantes de la revuelta
parisina, y gritando esa consigna realizaron un simbólico acto de venganza histórica, y
aunque "Exagerar es el arma" como propuso el graffiti de la Facultad de Letras,
podríamos concluir –con la ventaja de estas cuatro décadas– que desgraciadamente no
todos somos judíos alemanes, porque hemos visto que la mayoría olvida, y el olvido no
es sino el triunfo de la traición, a nuestra condición humana, a nuestra etnia, a nuestra
clase, a nuestro credo vital.
El poder cuenta desde siempre con los espurios beneficios de la amnesia,
estimula la necesidad, tiñe nuestras dependencias, nos niega la opción del placer que
Marcuse –brújula filosófica de la insurrección estudiantil- oponía a esta sociedad
unidimensional y acrítica. "Prohibido prohibir" y "Decreto el estado de dicha
permanente", son dos lemas forjados en aquel entonces por algunos poetas anónimos
en la Facultad de Ciencias Políticas, dejando a la lúdica toda la fuerza de la ternura
transformadora.
Grandes escritores entraron súbitamente en la vida de los habitantes parisinos.
La poesía era escrita en los muros y la ciudad se convirtió en una especie de libro que se
leía al caminarla, al recorrerla en metro o autobús. La ciudad fue un libro errante que
traía todas las mañanas nuevas frases que modificaban lo consuetudinario. Y entonces el
eterno retorno de Nietzsche hizo su advenimiento cuando alguien escribió en el Odeón
su perturbador pensamiento: "Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en
el mundo una estrella danzante". Y en Nanterre otra mano anónima recobró para los
comunes ciudadanos la fuerza indómita de Shakespeare: "Hay método en su locura",
brillante paradoja dedicada al príncipe Hamlet. Y el final de Nadja de André Breton
encontraría también su pared virginal: "La belleza será convulsiva o no será". Porque
allí, en la comunicación extensiva de los muros este movimiento magnífico y
transparente, adquiría toda la contundencia asumida en la frase de Schiller "¡A la
libertad por la belleza!"
Así la imaginación como pedagogía era impuesta por unos repentinos locos que
se tomaban las calles con un aerosol y que luego construirían numerosas barricadas
entregados a la nostalgia libertaria de la Revolución Francesa: "La imaginación no es
un don, sino el objeto de conquista por excelencia (Breton)", escribió algún alumno
del Liceo Condorcet. "La imaginación toma el poder", deseo tan pueril como
pertinente. Y el emblemático: "Sean realistas: pidan lo imposible", conforman la
selecta antología de aquella muroteca lírica.
Y el humor encontró su tributo: "Soy marxista de la tendencia Groucho",
"Inventen nuevas perversiones sexuales, ya no puedo más", "Amaos los unos
encima de los otros", "Estamos tranquilos: dos más dos ya no son cuatro", y
"Durmiendo se trabaja mejor, formen comités de sueños"; hacen parte de las
creaciones verbales reiteradas por los cronistas de ese tiempo singular.
Pero como una de las características del sueño es su contagio, pronto comenzó la
emulación planetaria y la pesadilla reinó. El 2 de octubre de ese mismo año Ciudad de
México padecería el episodio de Tlatelolco, cuando el presidente Díaz Ordaz llevó a
cabo la masacre de tres centenares de personas, sin que de nada sirviera el conjuro que
alguien escribió en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma: ¿Cuándo
volverás, Zapata?
Desde entonces el graffiti demostró en todas las latitudes su poder de resistencia.
Durante la cruenta invasión a Praga un perseguido escribió la luminosa sentencia:
"¡Despierta Lenin, el mundo se ha vuelto loco!", que se convirtió en grito
multitudinario cuando las tropas rusas instauraban la denominada Primavera Negra.
Posteriormente todo el planeta podría leer en las fotografías testimoniales el terrible
"Ellos ganarán", que algún checo escribiera sumido en el desasosiego.
Luego, durante las dos últimas décadas, vimos surgir una nueva e inocua
profesión: la del grafitero, el cual como comprobación de la decadencia de nuestro
tiempo, abandonó la palabra y se dedicó a una especie colorida de comic, de letras
tridimensionales, signos extraños, pero ajeno a todo contexto político y libertario; y la
condición de protesta furtiva contra el establishment se diluyó a tal punto que en varias
ciudades del mundo (como en Barcelona) y en numerosas universidades de todos los
continentes, existen muros destinados al "graffiti legal". Así hemos admitido la
frivolización de la protesta. La crítica por obligación o divertimento, la extraña
institución de lo que antes era perseguido. Ya nadie recordaría que una frase pintada en
una pared con letra trémula había podido enfrentar a un ejército.
La poesía se fue de las calles y volvió a su lugar secreto, al libro, de donde es
imposible saber cuándo volverá a escapar. Y ya no se podrá decir: "Heráclito retorna;
abajo Parménides", como en ese París convulso, ni como decían los muros en la
Bogotá de los setenta y en tantas ciudades latinoamericanas: "Mi mamá me mimaba
hasta que la desaparecieron", o "La esperanza es lo último que se perdió", o el
metafísico "Siempre buscaremos eso", y ni siquiera la frase escrita en la Universidad
Nacional de Colombia en una época de sobresaltos y persecuciones: "Me tiene el
sistema nervioso".
Por ahora desconocemos si los muros enmudecidos (por panfletos obvios y
seudo arte) recobrarán su fulgurante factor de resistencia, si la palabra poseída los
sacará de su letargo de décadas, porque cuando esto ocurra la poesía se desatará para
asaltar la petrificada realidad y entonces será venturoso decir de nuevo: "Locura, no
invoco tu nombre en vano"; pero mientras tanto debemos festejar que recientemente
alguien en un muro céntrico de Bogotá, escribió su grito solitario como una forma de
iluminadora esperanza:
"¡Despierta Marcuse, el mundo se ha vuelto cuerdo!"
* Poeta y periodista colombiano, director de la revista cultural Común Presencia,
de la Colección Los Conjurados. Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot.