Alguien dijo que de lo que no se puede hablar mejor es callarse y que de lo único que puede decirse algo con propiedad es de los hechos, entendidos éstos como el modo de acontecer de la realidad. Pues hablemos…, en este caso del acontecimiento de la realidad vasca y, por añadidura, de cualquier realidad nacional del mundo.
Todo individuo humano es un vástago de la madre Tierra, es un ser arrojado a la existencia, desprendimiento al que se le denomina “nacimiento”. Nacer es pues aflorar a la vida en el seno universal de la madre Tierra. Pero este acontecimiento singular e irrepetible se produce indefectiblemente en un lugar y circunstancias concretas. Al lugar común donde nace un grupo determinado de individuos se le llama “Nación” – del latín “Natio-nis”- . Por su parte, las circunstancias constituyen lo que denominamos “la especificidad” o “categorías específicas” de los individuos. Ahora bien, una vez que se ha producido el nacimiento de un individuo humano, éste continúa religado a la madre Tierra sin romper el cordón umbilical que lo une a ella, precisamente para conformarse como ser humano. A esta unión se le llama, en términos generales, “Religión” – del latín “Religo, -es, -ere”- , expresión que en sentido amplio significa el modo en que un individuo o un grupo de individuos interioriza su forma de ser y estar en el seno de la madre Tierra, esto es, la forma en que participa y desarrolla un inconsciente colectivo explicitado en una manera de “decir” el propio acontecer de la realidad (lengua), de entender las relaciones humanas y la realidad social (ética, idiosincrasia), de preservar la identidad (tradición, costumbres, cultura), de transmitir el conocimiento (educación y ciencia), de organizarse colectivamente (estructuras socio políticas), de enfrentarse al misterio de la realidad (creencias, cosmogonía), etc…
De esta suerte, todos somos iguales en tanto que seres humanos – hijos e hijas de la madre Tierra- y al mismo tiempo genuinos, en tanto que sujetos de una identidad colectiva. Por ello, la tragedia íntima que vivimos los individuos humanos en la absurda pelea por la prevalencia sobre los demás carece de sentido. Tiene su origen en una falacia muy extendida en nuestra sociedad, que no es otra que la de la supeditación de la entidad de las personas a su virtualidad jurídica y de la realidad nacional de las mismas a la idea de Estado. Se trata de una práctica muy común que consiste en considerar a los individuos humanos principalmente sujetos de materialidad y poder antes que
personas y a las realidades nacionales sucursales estatales.
Así, estamos solos, desnudos en nuestra individualidad y en nuestro ser colectivo. La sociedad, el supuesto ámbito de las relaciones y la comunicación entre los individuos humanos, es una constelación de soledades, un espacio cerrado de enajenación de nuestras carencias existenciales, algo parecido a un circo donde abundan los magos de las ideas, los prestidigitadores de los derechos y deberes, los domadores de “salvajes” –llámese inadaptados-, los contorsionistas de la formación –deformación o información- , los funambulistas de la utopía, los equilibristas de los títulos de propiedad y capitales bancarios, los saltimbanquis de la política, los trapecistas de las palomitas y toda suerte de mercaderías y los payasos de la apariencia. El circo nos ofrece una única función
ininterrumpida, que nos entretiene, despista, anima, aburre, subyuga, lacera, sobrecoge,
solivianta, adocena, obnubila, adormece o mata. Pero nada más.
Ante esta situación, desgraciadamente a menudo se impone el ejercicio del poder de unos sobre los otros miembros de la sociedad, en una pretensión de preponderancia y dominio respecto de ellos, estableciéndose una jerarquización de los individuos y las colectividades en razón de su poderío fáctico y hegemonía jurídico-política, como ocurre con las realidades nacionales, que se ven sometidas a la quimera de un ente de razón, tal cual es el concepto de estado, de tal forma que una realidad nacional puede resultar laminada por un ordenamiento jurídico emanado de ese ente de razón que, por defecto, pretende obviar cualquier realidad nacional diferenciada de aquella que en su día se impuso “manu militari” sobre las demás y que en la actualidad se preserva como
la salvaguarda de una unidad nacional a todas luces ficticia, por supuesto avalada por una batería jurídica elaborada “ad hoc”, eso sí, sustentada en una precaria tramoya democrática.
En este contexto, la lucha de las personas que se ven apartadas de la sociedad y de las colectividades humanas desprovistas de su auténtica identidad nacional se antoja imprescindible, so pena de verse abocadas al desgarramiento del espíritu y a la más absoluta frustración.
Ya lo señaló Mario Vargas Llosa en la crítica que escribió en 1988 sobre el libro No soy Stiller de Max Frisch y recogida en el volumen La verdad de las mentiras: “...todo estadio del progreso humano trae consigo nuevas formas de frustración e infelicidad para la especie, distintas de aquellas que ha dejado atrás, y, por lo tanto, nuevas razones para la inconformidad y el deseo de una vida distinta y mejor”.
Para no pocos este deseo no es sino anhelo de lo imposible, una pretensión de romper los límites y querer ser lo que no se es. Lamartine, comentando Los miserables de Víctor Hugo, lo expresa en estos términos: “Lo peor que le puede ocurrir a un pueblo (y, por ende, a los individuos) es contraer la “pasión de lo imposible”.
Pero esto es puro conservadurismo, que propugna la aceptación, sin más, de la circunstancia existencial de cada cual y que resuelve insatisfactoriamente la cuestión de la conformación de la identidad individual de las personas y de la relación entre el sujeto particular y el sujeto social que constituyen dicha identidad, por cuanto subraya la inconsistencia de la identidad de los seres humanos a nivel individual y social y, además, obvia la necesidad que cada individuo tiene de escoger qué quiere ser, de poseer una identidad, para culminar su proyecto de humanidad.
¿Qué le cabe esperar a ese individuo que comprueba la imposibilidad de devenir en un yo personal y social óptimo, o sea, de participar de una identidad natural no impuesta? Pues, una de dos: o reivindicarse como lo que es, un sujeto con un marco identitario singular y propio, o dejarse imbuir por la burbuja enajenante de una circunstancia social sobrevenida y prefigurada a partir de clichés y modelos de comportamiento, ideologías, legislación, prejuicios socio-culturales, valores éticos, creencias religiosas y una realidad económica que constituyen una identidad colectiva estereotipada y uniforme.
El pueblo vasco ya ha elegido: se reivindica a sí mismo.