Epifanía, llegar a la frontera donde se suspende el tiempo y se materializa la emoción en un espacio sin límite de nuestra propia memoria. Da cuenta de una manifestación en un sentido solidario al origen de la palabra entusiasmo. Este es el lugar privilegiado y extraño donde el poeta busca la exaltación subjetiva del tú, de los otros que leemos en la enunciación del poema, para objetivarla como experiencia de su yo; regresa nuestro presente al suyo (evocando el pasado, leyendo el futuro y haciéndolo memoria) y trayéndonos su presente al nuestro, anticipándose a su futuro para olvidarse de su presente. El tiempo se suspende pero igual sale en estampida, inaugurando un vacío entre esos dos movimientos. La epifanía liquida la temporalidad del tiempo y advierte aquellos vacíos del espacio, gracias a la participación de la experiencia del poema, su instante territorial. El tiempo allí se detiene sin dejar de transcurrir y lo sentimos como algo perdurable y fugaz en un mismo acorde, inmortal y efímero a la vez, imperecedero y breve al unísono, un punto de intersección, cruce y encuentro misterioso y mítico, de lo intemporal con el tiempo lineal y del vacío con el espacio, punto de partida y de llegada.
James Joyce denominaba epifanía a los fragmentos e impresiones rápidas que se presentan ante el hombre y que éste debe fijar con ayuda del lenguaje en todo su carácter apasionante y convertirlas en perceptibles para los demás. En la poesía lo normal y lo cotidiano se torna un enigma por medio del descubrimiento, la evocación, la ruptura con el tiempo habitual y la reflexión. De tal manera surge lo nuevo, lo distinto, lo inédito como la instauración de otro punto de vista frente a la realidad.
El poeta se detiene frente al umbral, a la puerta del tiempo, mira el pasado, hace manifiesta la memoria y antes de dar el paso a la renovación, instala por un momento su presente, su conciencia de sí y del lenguaje que exalta en lo desconocido, ambiguo y transitorio.
El presente del “yo suspiro” es perpetuo, dice Sucre, “pero no con la continuidad uniforme de la eternidad. Su perpetuidad admite lo discontinuo y distinto; fijeza en las mudanzas. El presente se ramifica y admite la dispersión”. Sólo mediante la epifanía existe aquél presente sensible, el génesis particular, reinterpretado y creado por la conciencia del tiempo, la cual es singular y circunstancial, es decir, personal, pues se trata de la agudeza de la visión del poeta, gracias al carácter ocasional e irrepetible de la aparición súbita, de la iluminación o fogonazo. Manuel Ballestero da un ejemplo de un acontecimiento epifánico:
Quien va a morir, dicen, vislumbra en un relámpago lo que ha sido. Años y días, desvanecido el encadenamiento temporal, al parecer se precipitan como en un haz luminoso, se superponen y confunden estáticos y llanos en un momento efímero. En esa claridad última, irradiante y espléndida, y como suspendidos de un fulgor instantáneo, surgen los rostros, sombras, vertiginosos paisajes, atmósferas de cuartos, amaneceres y hasta lejanos sueños.
Tal chispazo (el relámpago que ilumina, divide y oscurece tras la aparición de la muerte) es inmediato, directo y nítido. Se da en el aquí y en el ahora, en la actualidad de la experiencia intensa y presente o intemporal que dará luego vida a la memoria de un pasado o al presagio del futuro. La epifanía es la manifestación de ese momento individual del encuentro con la muerte, una experiencia iluminada, profundamente personal en su sublimación, entrega y percepción subjetiva, sutil, de entereza y firmeza espiritual, donde el yo se libera dramáticamente y se relaciona con la meditación, la reflexión y el rasgo visionario.
Entonces la epifanía es la voz en acción que detiene el tiempo, lo congela para que el poema permanezca. Se trata de un corte significativo que le practica al tiempo continuo, el instante poético que irrumpe en una realidad sublimada, resignificada y reinterpretada. La epifanía es por lo tanto esa bendición o santificación del instante y a su vez es la consagración de la suma brevedad, síntesis depurada, cristalización, condensación rotunda, la fugacidad del acontecimiento que se opone a la paz inmóvil. Aquí los tiempos (lo eterno y lo súbito, lo perpetuo y lo inmediato, lo lento y lo repentino) entran en un conflicto momentáneo, una tensión o lucha que la mirada descubre y fija en ese instante del tiempo llamado epifanía, hecho posible cuando una cosa exterior y objetiva se transforma o se precipita en otra interior y subjetiva. La obra de arte intenta registrar el instante en que una cosa exterior y objetiva se transforma en otra interior y subjetiva, es decir, en una imagen visionaria, reveladora de espacios poéticos nuevos. Lo vital es captar lo profundo de las cosas que lo rodean. Este poder del artista se asemeja al que sienten los místicos y santos cuando acceden a esa “verdad divina”, pues el poeta es un ser de comunión con el mundo, de humilde acercamiento al hombre. Místico, en las lenguas latinas, es la transcripción del término griego mystikós, que significaba en griego no cristiano lo referente a los misterios (ta mystika); es decir, las ceremonias de las religiones mistéricas en las que el iniciado (mystes) se incorporaba al proceso de muerte-resurrección del dios propio de cada uno de los cultos.
Ya en el siglo XVII se utilizaba el concepto “místico” para designar a las personas que viven una experiencia especial o tienen una forma particular de conocimiento de Dios. Es una experiencia interior, inmediata, que tiene lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu.
Underhill afirmaba que “la mística es la expresión de la tendencia innata del espíritu humano a la completa armonía con el orden trascendente, sea cual sea la fórmula teológica con la que se comprende ese orden”.
Hay místicos que afirman la huida del mundo, que poseen espíritu monacal y representan la salvación como disolución del individuo en el Absoluto (Simeón, Miguel de Molinos, por ejemplo). Pero también existe la fe contraria: la piedad profética que afirma la persona, el mundo y la historia; se realiza como revelación, reconoce a un Dios personal y se propone la transformación del mundo (Matsuo Basho, Arybhata, san Andrés, Alberto Durero, Saadi, entre otros).
La solvencia y el rasgo propio del lenguaje místico consisten en ser un lenguaje de la experiencia. Los místicos expresan una experiencia de una realidad trascendente. En ellos se produce una trasmutación donde todo saber es interiorizado, pues procede de una fe vivida y de una acción intensa de unión con Dios, un conocimiento considerado subjetivo e interior, los cuales, a pesar de su inefabilidad, se dejan expresar en literatura por medio de la palabra, a través de la reflexión, la descripción y la “metáfora viva”, ya que existe una afinidad estrecha entre la poesía y la mística (uno de sus representantes más importantes es Rilke).
La mística es un modo de concebir la relación del espíritu humano con la Realidad última. La mística presupone que el hombre ha de ser partícipe de la naturaleza divina si ha de conocer a Dios. El hombre interior existe, su vigilia y su sueño, la imagen del mundo visible e invisible, el estado permanente de misterio, “el mundo de la maravillosa majestad” del que hablaba Plotino.
Al apoyarse siempre en la materia, en la figura, su indagación poética brotará siempre de las entrañas mismas de las cosas. Esta visión y participación directa, de posesión activa, se conjuga con la vivencia total de la experiencia del creador. En el poeta hay un impulso vertical, aéreo, que lo guía, más cuando advertimos sus imágenes ascendentes, debido a que su palabra es un instrumento de búsqueda profunda, nueva, intensa y trascendente, con la cual consigue la revelación. Dicha cualidad se da cuando el portador de la palabra mística se adentra en la realidad y detenta una claridad como don, conexión de la luz con la oscuridad, integradas tras una fervorosa búsqueda de conciliación. El poeta intenta así expresar en palabras las vivencias de difícil manifestación, una verdad interior sólo asequible por la fe. En su plena noción, la poesía es una alabanza, un movimiento de iluminación, dirigida a los hombres en forma de unión, compañía, alianza, solidaridad y diálogo. De semejante lugar surge una voz íntima, la voz del cuerpo del lenguaje intenso.
Sabemos que la mística es la sustancia misma de lo humano. Lugar y tiempo trascienden en consagración y plenitud y se reflejan en el creador a través de la potencia creadora y la pasión poética, dueños del lenguaje y de la palabra nueva. Porque a un mundo nuevo construido le corresponde un nuevo lenguaje, el lenguaje de la libertad que inventa lo que nombra y que habita. Heidegger afirmó, conforme con lo anterior, que “habitar poéticamente significa estar en presencia de los dioses y ser tocado por la esencia cercana de las cosas”.
Se trata de la apertura infinita a la palabra y la destrucción, por lo tanto, de un sentido único, gracias a la constante interrogación desde la experiencia que lo transforma todo. Así lo expresa Blanchot:
El poema es la ausencia de respuesta. El poeta es quien, por su sacrificio, mantiene en su obra la pregunta abierta. En todo tiempo, vive el tiempo del desamparo, y su tiempo es siempre el tiempo vacío donde debe vivir la doble infidelidad, la de los hombres y la de los dioses.
Argumentará también que todo poema es un exilio insatisfecho y el poeta será un errante, fuera de sí mismo, de su lugar natal, extranjero, el siempre extraviado, aquel que está privado de la presencia firme y la residencia verdadera”.
El poeta vive en lo sobrenatural y así está imbuido del paulatino intento de substantivizar la fe, de encontrar una sustancia de lo invisible, alcanzando dentro de la poesía un mundo de rotunda y vigente significación.
Volvamos a la epifanía o el registro de un instante fugaz y yuxtaposición de dos órdenes de experiencia, uno perceptivo y otro imaginario, cuando un elemento de la realidad positiva entra a formar parte de la conciencia del poeta, otorgándole a aquella súbita revelación y manifestación espiritual un sentido trascendente. Porque lo esencial de la poesía es el temperamento que la abarca, la variada significación vital, el tono anímico, su conmoción y palpitación interior, no la verdad exterior, tal como lo manifiesta Pfeiffer: la poesía logra abarcar de un aletazo la totalidad de lo existente, conjurar de un golpe lo más cercano y lo más lejano. Aquello que para nuestra experiencia está y permanecerá siempre separado se une y mezcla en virtud del hechizo poético. Porque lo que la poesía quiere decirnos no lo captamos con la mirada fija en el tema y en el motivo, sino entregándonos al modo de presentación henchida de temple de ánimo y de su atemperada significación.
El temple de ánimo surge dentro de nosotros y nos invade como una fuerza inconsciente que generará una tensión y estado de excitación. Tal fuerza es reveladora, una virtud iluminadora que descubre nuestro ser más auténtico. Así lo manifiesta Guillermo Sucre:
El cuerpo y el instante constituyen una experiencia más compleja, que vive sobre todo de la tensión: no quiere borrar la contradicción sin antes hacerla más intensa. No se trata, pues, de una moral de la compensación, sino de una pasión; tampoco de un mero instinto, sino de una conciencia. Por medio del instante, el hombre se encuentra consigo mismo porque simultáneamente se encuentra con la presencia real, visible, tangible: el mundo entra en mí, yo entro en el mundo. En el instante, el tiempo deja de ser opacidad sucesiva y reasume su fluir de tiempo original, desligado de la compulsión cronológica. Lo insólito es que lo reconquistamos en este día que mañana será memoria.
La concreción de la epifanía en el poema es mínima pero su sabiduría es máxima. Su expresión concentrada nos enseña una suprema comprensión del mundo.