POETAS SIN FRONTERAS - POETS WITHOUT BORDERS
POETAS SIN FRONTERAS - POETS WITHOUT BORDERS

LA POÉTICA DEL OTRO. Por Gabriel Arturo Castro.

I.

       Alguna vez leí que Kafka señalaba con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo reemplazar el “yo” por “el”, momento donde el yo férreo individual fue capaz de trascender hacia los demás sujetos de la enunciación para volverse  colectivo: el tan nombrado “yo es otro” de Rimbaud, ese yo que se separa del sujeto mismo, y se revela, se desdobla constituyendo una exterioridad que se refleja en los otros   (Nerval decía:  “Yo soy el otro”). El yo se extraña para ofrecer una percepción inédita y auténtica de la realidad, desautomatizando el lenguaje, deformando  los materiales que lo componen. Así nace una imagen imprevisible, distinta, es decir, genuina palabra.       

 

Este yo paralítico (figurativizado desde el antirromanticismo de Eduard Buchner y su expresión de la alienación del hombre en tonos de profundo escepticismo; sumándose Heinrich Von Kleist, el escritor alemán de existencia azarosa; Holderlin y su preocupación espiritual; August Strindberg con sus dramas naturalistas que inspiraron al expresionismo; Samuel Beckett, de la mano de un lenguaje desarticulado y desnudo; o Eugene Ionesco enfrentado a la angustia del absurdo de la condición humana) crea sus propias representaciones y proyecciones fantasmagóricas o espectrales en oposición a las ideas de la razón práctica que desembocaron en el juicio del sujeto absoluto.

 

       El yo cartesiano-kantiano se diluye hacia un phatos subjetivista gracias al extrañamiento, aquella capacidad de identificarse con el yo que crea pero al tiempo saberlo exiliado y así rehusarlo, rechazarlo, sentirlo transitorio, extranjero, fuera de mí mismo ( se torna un tú, un él y un nosotros; la obra parte de mí pero se colectiviza perdiendo la propiedad yoica, su dominio egocéntrico) y eterno al unísono ( el yo invisible que enunció la obra será un elemento imperecedero y su presencia tendrá una ilusión secreta).

       El yo está presente y ausente simultáneamente, lo reconocemos pero debemos extrañarlo a través del distanciamiento necesario. “Escribir es romper el vínculo que une la palabra a mí mismo”, expresa Maurice Blanchot. La palabra plasmada, vertida, ya no me pertenece, deja de ser realidad primera para hacerse otra realidad mediante la fascinación, la magia que crea fantasmas y un deseo que convierte la vida en literatura. Aspiración lograda porque tomamos posición frente al otro, cuya ubicua presencia impregna la esencia de lo real. Alteridad donde, según Todorov, el hombre se capta a sí mismo “desde el punto de vista de los otros”, y no desde su propia conciencia, incapaz de convertirse en sujeto observador y objeto observado al mismo tiempo:

El ser mismo del hombre (exterior como interior) es una comunicación profunda. Ser significa comunicar. Ser significa ser para otro y, a través de él, para sí. El hombre no posee territorio interior soberano, está enteramente y siempre sobre una frontera; al mirar al interior de sí, mira en los ojos del otro, a través  de los ojos de otro.

Detrás de la escritura sospechamos al otro, la presencia de otro, lo que hace factible finalmente que la realidad se convierta en poesía y ficción de un mundo ajeno y exterior a mí. Dicha ficcionalización se lleva a cabo a favor de un sujeto, o lo que es lo mismo, toda escritura particular debe orientarse en función del otro, sabiendo de antemano que cada uno de nosotros no somos una totalidad cerrada y excluyente, y que alrededor existen mundos diversos como conjuntos íntegros. Acordémonos de las palabras de María Zambrano:

De la soledad, de la angustia, no se sale a la existencia en un acto solitario, sino a la inversa, de la comunidad en que estoy sumergido salgo a mi realidad a través de alguien en quien me veo, en quien siento mi ser. Toda existencia es recibida.

 

       Mi experiencia puede ser evocada por otros y compartida de tal forma que mi particularidad se fragmente para ser reorganizada por destinatarios o recreadores de mi hecho comunicativo. La obra comienza a incubarse e interiorizarse desde el lector en potencia, el cual rompe su invisibilidad o su pretendida condición ajena al evento creador. Hay algo del escritor en el lector, pues éste último nos tiende un singular espejo donde vemos nuestra propia imagen que se deshace constantemente.

 

II.

       Al interior de la poesía existe un teatro de voces, porque está construida a partir del tú poético, monólogo dramático donde surge el diálogo, el escenario sobre el cual se proyecta su experiencia. Para tal efecto el auténtico poeta nos propone, adentro del poema, un fraseo íntimo y extremo de la voz. El poema se torna una conversación, un contrapunto que entreteje escritura y habla, y desde el cual el poeta acomete la construcción de la trama de su obra, un tejido que persigue la evocación de emociones y experiencias auténticas. Se trata de conocer la vida “ajena”, comprender y sentir la existencia del otro distinto a él; simpatía, talante donde proyecta, desde su yo, hacia afuera, su ánimo, impulso y sensaciones, y a la vez se encuentra con las manifestaciones de otros individuos, con quienes inicia una vivencia y convivencia únicas. Así lo asegura Paul Eluard:

           

Hoy, la soledad plena de los poetas se derrumba. Ahora son hombres entre los hombres. Ahora tienen hermanos. Hay una palabra que me exalta, una palabra que nunca he oído sin estremecerme, sin sentir una gran esperanza, la más grande de todas; la de vencer a las fuerzas de  ruina y de muerte que agobian a los hombres. La palabra es: fraternidad.

 

Es decir, el poeta expresa a través de movimientos interiorizados las vivencias de otros y las suyas propias. Entonces hay una pluralidad de individuos, donde se unen el mundo y el creador. De esta manera su conducta poética se hace alteridad, reconocimiento, aceptación, expresión y testimonio también del otro, porque su poética es convivencia afectiva y espiritual, radical sed de compañía y solidaridad.  Autores como María Ferreira y Diego Arévalo expresan que es necesario revisar las estructuras teóricas e ideológicas basadas en las oposiciones naturaleza – cultura, barbarie – civilización y sujeto – objeto, lugar donde impera la voz egocéntrica, canónica, excluyente y monológica, desconociendo lo marginal, lo diverso y lo múltiple, incapaz de darle la voz a los otros. “La escritura y la literatura surgen en el extremo del conocimiento científico, en la frontera entre saber e ignorancia, donde la escritura se convierte en espacio de creación y los signos y las vivencias se integran correspondiéndose en el mismo seno de la escritura como experiencia y exploración del lenguaje”, agregan Ferreira y Arévalo.

 

Por su parte Ramírez Peña sostiene que es urgente cederle la palabra a los desposeídos de ella, incluirlos como instancia creativa, la voz colectiva a manera de punto de partida para toda producción. Su propuesta es considerar dichas voces como “saberes constituidos en la tradición como memoria colectiva”, ecos o rumores “porque son contenidos reconocidos por los individuos como existentes, pero que solo se hacen vigentes cuando se les menciona o incluye en los discursos”.

Aquí, al procurar descubrir la realidad del otro, el poeta cree en la existencia sustancial del prójimo, tanto en su intensidad espiritual como en su vida práctica. Para ello no sólo se necesita de la caridad (gracia y virtud y actitud sensible frente al sufrimiento de  demás) sino de imaginación, sensibilidad, curiosidad e intuición.

 

El poeta se encuentra así con la singular consistencia del otro, sale a su encuentro, lo reinventa dentro de la convivencia física y metafísica, es decir, al interior de la ficción y de la realidad positiva. La percepción del otro le incita a imaginar la intimidad y la realidad física del otro, su voluntad soñadora y su raíz concreta en la tierra. Todo ello gracias a que su comprensión anímica penetra al interior de los otros seres. Convive y sabe lo que significan las diversas declaraciones vitales y apoyado en su experiencia conoce tales manifestaciones.

 

Pero en esta voz constituida en la intersubjetividad, de acuerdo con Luis Alfonso Ramírez Peña el poeta ubica al otro como punto de partida y como lugar donde se reflejará su yo individual y creador:

 

La literatura es la expresión de la libertad del sujeto para incorporar en los mundos internos a los mundos externos como propios. El lenguaje se le dispone al sujeto en su posibilidad de originar voces escrutadoras de los imaginarios propios y de todos. El yo surge superando las voces que lo atrapan y lo controlan, pero no para repetir la misma condición. Le resulta suficiente la metáfora para lograr una significación de alternativas provocadoras de sentido.

 

La voz del poeta es “una voz original e íntegra que se separa de las voces interlocutivas” y sin embargo “la obra está unida a la realidad profunda vivida y sentida por los interlocutores, desde la cual se encuentran en alguna perspectiva”, sostiene Ramírez Peña.

 

Así pues la poesía está en la mitad de los extremos del solipsismo (idealismo que reduce la realidad al yo individual, del que son meras representaciones el mundo y los demás individuos) y el panteísmo (la identificación de toda realidad con Dios, como su manifestación o resultado de su eterna emanación).

 

Es la memoria del poeta la que permite la aparición pensamiento del otro hecho  colectivo, y viceversa, los afectos y pensamientos del creador se presentan como afectos y pensamientos de otros.

Puesto el poeta delante del otro, lo que el primero advierte es su totalidad expresiva que aprehende intuitivamente, la vivencia de un individuo espiritual a través de las señales y huellas del poema.

Lo anterior es posible porque en el poeta hay una franca, vital y auténtica conexión entre lo expresado y la expresión, convirtiéndose la manifestación en algo espiritual. Sin embargo es menester subrayar que dicho camino inicia con el entendimiento del poeta  mismo, según Luis Alfonso Ramírez Peña:

También se hacen esfuerzos por entenderse a sí mismo, y a los principios contenidos y saberes aprehendidos o construidos por él mismo. En este sentido, tanto el que escribe, habla, escucha o lee, es interlocutor al tener que entender lo que está diciendo, o recibiendo.

 

Después de aquella comprensión sobreviene la exposición, la cual se exterioriza como manifestación del espíritu, su mismidad se transporta a la diversidad de los otros y la vida ajena se comprende en su mayor intensidad, e incluso, se tendrá la capacidad de incluir la vida propia, ambas vivaces y reinterpretadas. Se apropia de otras vivencias, de otras voces por medio de su sensibilidad y sentido interno. Sin embargo,  Ramírez Peña hace una salvedad:

 

En la interpretación existe una disposición de apertura a la voz recibida pero cotejada y orientada por la propia voz. Es un reconocimiento de una voz que habla pero reconociéndola como diferente desde su propia voz.

 

De tal modo es la naturaleza de la voz lírica, donde la subjetividad del creador dirige la puesta en escena como participación, el permitir que otros tomen parte de lo que tiene dentro. Cuando la vivencia es intensa puede generar el acto expresivo de la poesía; el poema, además de compartir de este modo la vivencia con sus alteraciones. Ballestero dice que lo poético se afinca en el yo como principio de escisión y de ruptura, porque el poeta interpreta la existencia en la esfera de la reflexión y ello ya supone una aparente  distancia, ofrecida por la visión de mundo o punto de vista individual del escritor, intervención personal que se va a presentar, primero como alteración y luego como plenitud. Pfeiffer  enfatiza al respecto:

 

Porque el poder purificador de la forma ha elevado la experiencia desde lo íntimo hasta lo universal, desde lo que se dio una sola vez hasta lo que se da siempre, desde lo real hasta lo válido. Y es así como ocurre lo increíble: nos sentimos adentrados en un momento anímico pleno, y sin este dualismo: acercamiento a la vida y alejamiento de la vida; entrega y distancia; participación tensa y libre vuelo.

 

Dichas vivencias se actualizan, recobrando nueva energía de apropiación en cuanto a su vivencia peculiar. En otras palabras, el poeta coparticipa de la existencia espiritual del otro e intenta su comprensión, porque el otro es una realidad, un mundo posible de penetrar. El poema es la consecuencia de una actitud frente a la vivencia del poeta y la del otro. A través del tú se descubre a sí mismo como yo por medio de un diálogo leal; y el nosotros surge como una relación esencial que tiene en cuenta la mutua acción interior de la conversación y el ejercicio de repliegue íntimo del individuo.

 

En el fondo está la fuerza poética y el esfuerzo poético, ambas constitutivas de un sentido secreto y profundo. Pero tal fuerza pugna contra una resistencia: la coexistencia entre un yo y un mundo afuera que se le opone. Los otros por los ojos del poeta hablan, testimonian, dan fe a las muchedumbres de la horrible dicha de estar vivos y de la manera como hemos urdido nuestra ruina.

Tal confrontación y verificación se vuelve experiencia vital. Ante el afrontamiento el poeta antepone su convicción que proviene de su experiencia. Es más, el yo profundo es experiencia de sí mismo, el cual toma una posición frente a la realidad, gracias a su actividad poética decisoria, orientadora y radical. Es el yo inicial que da principio a la poesía.

Este acto originario de tomar posición permite valorar y vivenciar a través de la experiencia de la vida, la cual se vuelve una actividad de voluntad, determinación de obrar, de los otros y la suya, lo ajeno y lo recíproco. Los otros son individuos con valor, actualidad, reconocimiento o repulsa, vivencia participante.

Por lo tanto, la comprensión de él mismo y de los otros, influirá sobre la vivencia de la realidad del poeta. El poeta se conoce a sí mismo en los demás y conoce a los demás en sí mismo; enuncia el habla del hombre que exige una respuesta ontológica: el ser de su realidad individual también se halla referido al ser de los otros, actitud propia de una poética concéntrica que parte del yo y  gira alrededor del tú. “Comprender al otro, ir al otro y volver del otro no es un problema intelectual, es un problema del corazón y de la memoria, la construcción colectiva del tiempo”, afirma finalmente Abadio Green.

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