Cada persona tiene una actitud ante la propia vida y un posicionamiento frente a la soledad existencial. Son muchos y singulares los caminos que conducen a la meta de la humanidad, pero todos confluyen en estas tres posturas preponderantes: la de quienes tienen la tentación de encerrarse en sí mismos, endiosándose y prescindiendo del resto de los seres humanos; la de aquellos que se abren a los demás y participan con todos su pasión por la vida, pero con amor inauténtico y amistad interesada, o sea, revistiendo su soledad existencial con clichés y modelos-máscara de comunicación, de ideología, de teorías de laia diversa, de relaciones formularias y de pautas de conducta meramente formales; y por último, la de los que apuestan por el compromiso consigo mismos y con los demás y que contemplan que la única posibilidad de encontrar sentido a su existencia consiste en el desarrollo de un proyecto de humanidad propio y personal abierto a los otros.
Esta proyección a los otros resulta harto difícil para la mayoría de las personas en una sociedad como la nuestra, principalmente urbanita, en donde convivimos más bien en una reunión de “soledades” que en una comunidad de personas. Es lo que el antropólogo Claude Levi-Straus denominó “El mal de nuestro siglo”, que significa la desintegración del individuo en la masa social en una radical incomunicación con los otros individuos que conforman esa masa social. Los habitantes de las ciudades ya no parece que sean personas, individuos con nombre y apellidos, dirección, oficio y hábitos conocidos, sino mera gente, figuras sin rostro, vecinos anónimos o fantasmas que pululan por las calles. El nacimiento y la muerte de cada persona que habita una ciudad, cada amanecer y cada anochecer, la vida cotidiana de cada individuo ( su ir y venir, sus
ocupaciones, sus aficiones, etc.), los sentimientos, las preocupaciones, las alegrías, las frustraciones, las desgracias, los proyectos, los sueños, las creencias, los hábitos, las pasiones, etc. de todos y cada uno de los miembros de lo que debiera ser una comunidad de personas no parecen importar a nadie.
Y es aquí donde adquiere sentido y valor el trabajo de las plataformas sociales, movimientos ciudadanos y organizaciones no gubernamentales, elementos fundamentales de intermediación entre los diversos agentes personales y sociales que interactúan en la reconstrucción de esos proyectos vitales individuales o colectivos que, por una razón u otra, se han visto truncados en su desarrollo ordinario o en sus perspectivas de futuro.
Ellos han de erigirse en los genuinos valedores de estas personas y comunidades en crisis, constituyéndose en el ámbito de comunicación auténtica donde cobra significación la verdad íntima de cada una de ellas, de forma que vean expuestos los pálpitos de su existencia, expandidos los ecos del pasado que duermen en los recovecos del recuerdo, silenciadas las letanías por antiguas tragedias, recuperados los hitos de la historia común, avivada la llama inextinguible de la verdad colectiva, alumbrada la primavera de un futuro incipiente, redimido el dolor del olvido y perpetuadas las risotadas de los niños y niñas.
Ellos han de servir de cordón umbilical entre cada individuo en particular y el entorno social inmediato, armonizando los latidos de los corazones de vecinos y vecinas, atesorando voluntades y conformando un todo comunitario en el que el individuo en crisis pueda superar su soledad existencial sintiéndose proyectado a un marco de relaciones sociales satisfactorio.
Y todo esto ha de efectuarse con el amor, la sinceridad y la ausencia de prejuicios de quien se sabe tratando a sus seres más queridos, con nombres y apellidos, con cuerpo y alma, con virtudes y defectos, con ilusiones y desesperanzas, con éxitos y derrotas… En una palabra: con humanidad a manos llenas.