Me fabrico un pensamiento de evasión, me lanzo sobre una falsa pista señalada por mi sangre… Pero de este minuto de error me queda el sentimiento de haber arrebatado a lo desconocido algo real.
Antonin Artaud
Cuando las palabras se afantasman surge el poeta para recordarles su luminosa vida pretérita o la posibilidad de un encarnado retorno. Este ser atormentado que las ha vigilado sin sosiego como a diminutas estrellas, sabe que es definitivo concitar su resurrección, incluso –como lo demostraron algunos románticos y expresionistas– a costa de su vida.
Se podría pensar sin exactitud que esta creatura trastornada es un resucitador del lenguaje, o el taumaturgo que ejercita la redención de un vocablo agónico, pero más exactamente podría definirse como un ser que se enfrenta todas las noches a un mundo deshabitado, anterior al lenguaje, y es de allí, de ese silencio estrepitoso, de donde provienen sus visiones meteóricas, que coinciden con su acezante sueño, con el fuego compartido y con su vida inacabada.
A veces el poeta es sigiloso y no se aventura a observar de frente a la amenazante palabra, e inventa una elisión al portar el escudo bruñido de Perseo, con el fin de que ella se refleje allí como la Medusa, se observe a sí misma por última vez con su mirada centellante, o nazca en su océano rítmico, en la noche blanca del papel.
El combate del poeta con la palabra es asimétrico y siempre lo conduce a la derrota, a un exilio espectral, pues ella se hace visible un solo instante para reflejar su herida originaria, y él debe regresar quedamente después de una lucha despiadada.
Las huestes que persiguen a este ser dividido avanzan en la oscuridad. La palabra es la perpetua evanescente, la inasible, y la cacería liderada bajo el imperio de la oscuridad debe oficiarse sin ambages. Por eso a veces creemos que este artífice es quien lleva el lenguaje a un sitio irretornable, pero es tan sólo quien denuncia la intemperie de la lengua, la soledad que inventan los vocablos, la condena de un lenguaje fragmentario, el calabozo de su representación. Es quien vigila un rostro amado en un espejo roto.
El poeta nunca consagra su propósito: reproduce la paradoja de Zenón de Elea donde la liebre jamás alcanza a la tortuga, pues nunca rebasará a la palabra, al serle tan sólo aprehensible su reflejo. ¿Por qué ella está siempre precediéndolo? ¿Por qué tan pronto encuentra un sentido inusitado se emancipa? La persecución no tiene límites. El poeta es quien padece de sombras y al saber eso, al asir la melodía de aquello que funda toda representación, incendia su voz y luego escudriña entre las sílabas… Emprende un periplo temerario.
Aquel que dijo: «Cuanto más poético más verdadero» (Novalis), hablaba con absoluta gravedad y no temió a su obsesión devastadora. Rilke, fiel a sus abismos, denunció nuestro mundo interpretado y anteponía el caudal de sus poemas para aproximarse a esa zona en que el significado arde. Toda ornamentación banal y toda lúdica inocua debió ser condenada cuando una existencia más fuerte irrumpía. El poeta debió asumir el artificio del cordero investido de lobo, la feral impugnación de una realidad tormentosa, la consagración de su muerte inconclusa.
El artista es un remero a contracorriente, su porvenir ya ocurrió y él debe regresar a su sitio inaugural, a ese tiempo donde no tenía rostro ni nombre. Es el viajero del origen, de ahí su inconmensurable soledad. Quien avanza hacia atrás busca a su demiurgo, espera la invención de una plegaria o se sumerge en la nada. Quien transita hacia el pasado sabe que nunca arribará.
Se podría pensar que el poeta crea un orden sublime o que su arte debe contener una lógica mágica, una coherencia secreta que a veces se tilda de imposible; pero en verdad este eterno forastero, construye con sus ensoñaciones y su desesperación una indómita oración al caos, al desorden primordial, que es cuna de sus sueños. ¿Y acaso lo sagrado no es la más fascinante trascendencia sin centro? ¿Acaso en ese tempestuoso mar no dormitan los dioses?
«Cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio, y quizá su relevo», nos advirtió Perse. Sin embargo es urgente agregar: el poeta es la víctima de un sacrificio oficiado para que pueda existir el poema. ¿Pero quién funge como sacerdote en esa cruel contienda con lo sagrado? Sin duda el lenguaje –el suntuoso dador de la muerte–, y su inexorable gramática del apocalipsis.
Y para completar el ritual, por virtud de la poesía, la palabra se ensimisma como Narciso ante el azogue inquieto y se entrega a su extinción. Se inmola en su reflejo, en el clímax de su apariencia. Ella es la sombra que se retrae, pues se hace imperativo que devenga en sonido incandescente, en día subterráneo, en estrella negra, para ser nuestra perentoria posibilidad. La palabra muere para dar a luz el poema. Se divide, se multiplica, y en esa repentina meiosis que ocurre en las tinieblas de la creación poética, es posible sorprender el destello de su resurgir.
El poeta es el que traduce el mundo a la muerte, a los idiomas del Hades. La pregunta del poema hace retroceder todos los límites, porque es la tentativa de encarnar el silencio.
Si Dionisos tuvo un doble nacimiento, el poeta –como Orfeo– es el ser de las dos muertes, de la doble sombra: el individuo que anticipa su aniquilación al utilizar un misterioso artilugio que le permite hablar desde el silencio.
Y es allí, cuando poeta y palabra mueren para fecundar el poema, es durante aquel tiempo ígneo, que asistimos a la consumación del sacrificio. Ese destello lo protege con el enigma de su renacer. «Todos sentimos lo que es la poesía; nos funda, pero no sabemos hablar de ella... Nos conduce hacia la eternidad, hacia la muerte y, por medio de la muerte, a lo continuo, pues la poesía es la eternidad»; reflexionó Georges Bataille.
Todo sublime arte adora la metamorfosis: la única opción de permanencia. La palabra poética podría ser una mariposa que involuciona a crisálida, para poder significar en su esencia múltiple, reconociendo que el fácil esplendor es fraudulento. Por ella el sujeto deviene en objeto, lo masculino se feminiza, el tú es emboscado en sus espejos. La poesía se nutre de la catástrofe de la identidad, como el amor, como la religión. Y aunque sintamos que «yo es otro» según lo descubrió Rimbaud con estremecedora lucidez, lo recíproco del yo no es el tú, sino la muerte: la metamorfosis en objeto, la pluralidad inderrotable.
El artista hace de su pobreza una fuente, interroga el dolor, pretende el nombre de la herida. Es extranjero en todas partes, exceptuando en la noche; pues es ella el poder que impele su realidad estremecedora. El poeta es un obrero de las tinieblas, es el mensajero del inframundo, el Hermes de la oscuridad... En la poesía el lenguaje no cae en la trampa de aquello que llaman comunicación, desconfía de lo representado: es. Durante la noche somos menos apariencia; el ebrio, el místico y el artista saben que bajo la extensa sombra los disfraces se disipan... La poesía se forja más allá del lenguaje, en su morir irresoluto.
«Los filósofos y los poetas vigilan la casa del ser», sentenció Heidegger; son los protectores del lenguaje y de la representación. Sin embargo es concluyente recordar que esta escisión no existía para los presocráticos, quienes jamás dividieron esas dos vías del conocimiento, aquellos dos oficios del asombro. Su bosque mental no estaba demediado, pero un día nos fueron impartidos los ojos inencontrables. Y fue entonces cuando el espejismo se hizo tan cruento, cuando lo traslúcido empezó a ocultar, a extraviarnos. Por lo cual una interrogación se torna ahora ineludible: ¿no podemos decir contrariamente que el poeta es el destructor del lenguaje, el encargado de regir la evasión de la casa del ser, el instaurador de la rebelión del silencio?
Tal vez, porque la poesía es un lenguaje alterno, que está a la misma distancia de todos los idiomas, y su desesperado artífice tan sólo intenta traducir el mundo a ese secreto dialecto común. Todo verdadero poeta escribe afuera de la lengua –en su más allá–. Y así como el filósofo es avasallado por el lenguaje, el poeta es quien conoce el lugar de la palabra liberada, liberadora; el país del silencio. Por tal razón es el único ser que puede escapar –no de su idioma– sino del lenguaje, para escribir fuera de él, y allí radica su devastación, su miserable victoria. El filósofo lanza su pregunta solar después de una pugna significativa, mientras el poeta pregunta desde la muerte.
La insalvable amenaza radica en que su discontinua existencia lo arroja fuera del corpus verbal y luego lo hace regresar atemorizado a su precaria realidad, hecha de signos agónicos. Su adherencia es el sueño insumiso, la liberación de las prisiones imaginarias. Su contienda nunca es individual porque ha aprendido que quien escribe no existe, que nunca se curará del lenguaje y que el mundo no debe pertenecer a los mercaderes de la angustia. Los excluidos le ofrendan el canto de su sangre, los abatidos aumentan la fuerza de su sed, los refugiados sus ojos sin eclipse.
Y por eso la pregunta del artista no es otra que la de todos los hombres, la que acecha en el acallado silabario de la muerte. El poeta se interna furtivamente en un territorio infestado de gritos, danza sobre los ríos de la memoria, sobre los paisajes de la separación, y escucha un enjambre de estrellas.
Este eterno desterrado del lenguaje conoce un cuerpo del que brota el tiempo, sabe de una palabra que crece entre sus manos y aunque oficia el verdor jamás puede escapar de la pregunta de la tierra, ni del viento que borra su rostro… Y sólo si tiene suerte podrá vislumbrar un silencio que tan pronto sea conquistado lo iluminará para siempre.