Hablar hoy día, a comienzos del s. XXI, de los pecados capitales puede parecer un anacronismo o una frivolidad intelectual, porque supondría retrotraerse a una temática y a unos postulados morales y antropológicos propios de otra época y superados ya por la modernidad.
Pero no lo es, ni mucho menos. Precisamente mi propósito es presentar la oportunidad de la propuesta ética que nos ofrece el pensamiento cristiano y así tratar de dar luz a la grave crisis de los valores morales que caracteriza a nuestra sociedad, aunque, por desgracia, la misma se circunscriba fundamentalmente al ámbito especulativo y se establezca como un mero postulado teórico.
El problema fundamental al que se enfrenta el individuo humano hoy día es el de la falta de respuesta con sentido a la soledad existencial. Esta significa la radical indefensión en la que se halla el individuo humano ante las ineludibles cuestiones "¿quién soy yo?", "¿a dónde voy?" que surgen a partir de la conciencia del yo.
En esta situación sólo caben dos posicionamientos: el de la absoluta incomunicación y el de la comunicación con los demás.
La incomunicación absoluta sería la solución de quien opta por la soledad más radical.
No obstante, esta solución sólo puede plantearse como una hipótesis de trabajo, puesto que simplemente no es factible. Sería la de aquel individuo humano absolutamente ajeno a todo otro sujeto humano. En cualquier caso, además, esta opción nos llevaría a una indiferenciación del yo y de lo otro, a una pérdida total del sentido de la existencia, a una respuesta meramente ilusoria ante la soledad existencial, que imposiblitaría la valoración moral de la acción humana.
La única solución posible para superar la soledad existencial es, por tanto, la vía de la comunicación.
Detengámonos a analizar esta vía, y fácilmente podremos distinguir entre la comunicación auténtica y la comunicación no auténtica.
La comunicación ha de entenderse como un darse al otro a la vez que el otro se nos da. La comunicación no auténtica consiste en un darse que no se da: esto es, en un darse enmascarado. Es, por decirlo así, la pretensión de salvar la soledad existencial desde una posición del yo como centro del ámbito de relaciones comunicativas y del otro como medio para mis fines.
El problema se agrava cuando no es sólo un yo el que establece una relación comunicativa no auténtica, sino la sociedad en general. Entonces, todos los sujetos de la elación comunicativa se muestran como en realidad no son, hasta el punto de que cada yo prejuzga a todo otro desde su relación de inautenticidad.
En este contexto, lo que se valora es lo que se muestra, la apariencia, y no lo que se es. Y lo que se muestra es lo que se tiene. Así, se valora el tener y no el ser. Quien más tiene más es, olvidándose del ser y vanagloriándose del tener. Quien más tiene, sabedor de que teniendo más será aún más, avaricia tener más. Quien más tiene más puede mostrar sus pertenencias, más puede consumir, más puede apetecer. Y cuando este consumir es desordenado es gula; del mismo modo que, cuando ese apetecer es desenfrenado es lujuria. Quien no tiene, envidia a aquel que tiene, en la pretensión de ser tanto como él o, por el contrario, cae en la desidia de quien cree que no es porque no tiene
y que no va ser lo que quiere ser porque no va a poder tener lo que quiere. Y quien tiene y quien no tiene, por querer tener más y no poder tenerlo, están en constante ira.
La vía de la comunicación auténtica es la respuesta a la situación de soledad existencial desde un darse de todo yo a todo otro sujeto tal como cada uno es. Este auténtico darse de todo sujeto a todo otro sujeto configura lo que cada uno es, y define, por otra parte, lo que es el ser humano: yo soy siendo con los otros; mi ser se ensambla en el ser del otro, y encuentra en cuanto ser finito su plenitud en el otro.
Esto mismo nos sugiere el principal mandamiento de la ley de Dios: "Amarás al prójimo
como a ti mismo". ¡Lástima que este imperativo no se concrete en actos de amor en la praxis diaria y que, en consecuencia, se limite a ser una exigencia racional y nada más! En definitiva, cabe decir que sólo desde la auténtica comunicación los valores de amor, amistad y solidaridad hacen imposible el concurso de los vicios capitales y dan sentido a la existencia del individuo humano.
No tienen pues razón aquellos que desprecian la solución cristiana al problema del mal que aqueja a los individuos humanos y que hemos explicitado en los pecados capitales, al menos si esta solución se restringe exclusivamente al ámbito filosófico. Ha bastado una mera adecuación conceptual para comprender que en la actualidad los pecados capitales se dicen con otro nombre: los estados carenciales del individuo humano.
Con todo, podemos concluir que solamente la superación de los pecados capitales, o, dicho de otra manera, la superación de los estados carenciales, consecuencia del consumismo materialista, pueden dotar de sentido a la existencia de los individuos humanos.