He leído la obra de Sergio Pitol en distintos momentos de mi vida, por decisión instintiva, sin ninguna pretensión inmediata, deliberada, forzosa. Cada lectura, además del placer de leer al escritor, me seduce la plasticidad de los encuentros con su subjetividad. Esa manera, poco frecuente entre sus contemporáneos, de mirarse como un ser humano que se ausculta y escenifica lo que necesita y deja otros asuntos en claves, en las cuales es maestro: contar y cifrar. Aclaremos: Recordar es inventar. Cuando se mira el propio pasado no se mira por medio de un vidrio transparente entre el hoy y el ayer. Imposible. La mirada está permeada por olvidos conscientes o inconscientes, prejuicios morales y religiosos, políticos, incluso filosóficos, por lo tanto la mirada retrospectiva pasa por brumas, distorsiones y obstáculos. En la Memoria apenas emerge lo que necesita, le interesa, puede “recordar” el escritor. Incluso, ese acto psicológico y del pensamiento, digo, al recordar se encuentra el literato con obsesiones, delirios y sueños. Por ello se afirma que recordar es inventar.
El ensayo literario de Sergio Pitol es, en buena parte, autobiográfico en un doblaje y desdoblaje vario: narración y confesión, anécdota y crítica, autocrítica y revelación de sus búsquedas, dudas y silencios. En ese devenir escritural penetra en la psicología personal, en la psicología de la amistad, con sagacidad, amabilidad, dureza e ironía, siempre asido a la inteligencia que es atraída por una viva lucidez, mordaz y siempre expuesta en una estricta y esclarecida revelación. El narrador que es Sergio Pitol se aloja con holgura en el ensayista. Su prosa es fina, precisa y deja o permite que el pensador hable con soltura y claridad sin permitirse divagaciones. En este sentido su filiación clásica se emparenta con la de Borges y Mutis. Estos tres escritores no se permiten rodeos dado que concentran su escritura en lo que llamaríamos una intimidad ligada a esencias filosóficas, artísticas y literarias más que a los deleites de narraciones realistas o del tipo que sean.
Escritores modernos como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, entre otros, escriben para un amplio sector de lectores. Otros pocos escritores escriben para escritores. Es el caso de Pitol. Expliquemos el asunto. Los lectores de literatura son pocos. Escasos profesores, periodistas, funcionarios y profesionistas son lectores decididos de literatura. El resto de la sociedad, con excepciones, leen escasamente periódicos, pocos leen revistas, la verdad, apenas ven televisión. Afirmar que Pitol escribe para escritores debo matizarlo. El escritor, que nació en Puebla (18 de marzo de 1933), creció en Veracruz, vivió en Europa y regresó a Veracruz, fue cuentista, novelista, ensayista y traductor, espectro creador que le brinda un amplio sector de lectores.
Algo muy especial me ha llevado a releer tres libros de Sergio Pitol: “Memoria -1933-1966” (1967), “Pasión por la trama” (1998) y “De la realidad a la literatura”, en tanto percibo un acercamiento crítico a aspectos históricos, políticos, culturales en torno a momentos cruciales de la modernidad. El maestro Pitol va más allá de las limitaciones propias de las ciencias sociales gracias a que es un poeta -escribió poemas en la juventud- y, de manera muy especial, dejó una amplia obra traducida de narradores modernos rusos, checos, franceses, italianos… que han sido leídos en Hispanoamérica por centenares de estudiantes, profesores y lectores puros.
En “Memoria”, autobiografía escrita a los treinta años en Varsovia y otros textos, nuestro escritor poseído de vasta información, ocupado en diversos trabajos, viajes de un permanente exiliado, en trenes, aviones, carros… encuentros en meses espléndidos en lujosas casas, hoteles de diverso pelaje, bancas de parques hospitalarios, calles perforadas por el miedo, trato con personas inolvidables y afectos siempre vivos, hallazgos de alegrías, siempre fugaces, miserias reales, soledades siempre cultivadas, angustias, horas, mucho tiempo dedicado a la lectura y la escritura. Todo ello aparece en sus ensayos y memorias donde anota detalles autobiográficos que apenas data lo que desea en el momento que escribe, en los que ciertos personajes y realidades son precisamente actos de ficción. La anécdota se diluye, queda el átomo, como dirían los griegos.
Un aporte clave de Sergio Pitol es llevar a la novela a otra manera de narrar, donde las artes y la literatura no son objeto sino sujeto, es decir, personajes. Leamos lo que él mismo escribió sobre su primera novela, en el ensayo “El sueño de lo real”: “‘El tañido de una flauta’ fue, entre otras cosas, un homenaje a las literaturas germánicas, en especial a Thomas Mann, cuya obra frecuento desde la adolescencia, y a Hermann Broch, a quien descubrí en una estancia en Belgrado y al que deslumbrado leí y releí de modo torrencial durante casi un año. El tema central de ‘El tañido…’ es la creación. La literatura, la pintura y el cine son los protagonistas centrales. El terror de crear un híbrido entre el relato y el tratado me impulsó a intensificar los elementos puramente novelescos. En la novela se agitan varias tramas en torno a la línea narrativa central, tramas secundarias, terciarias, algunas positivamente mínimas, meras larvas de tramas, necesarias para revestir y atenuar las largas disquisiciones sobre el arte en que se entrelazan los personajes.”
Al final del ensayo señala: “Escribir me parece un acto semejante al de tejer y destejar varios hilos narrativos arduamente trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien intente cerrarlos, resolver el misterio planteado, preferir alguna de las sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia. Lo demás, como siempre, son palabras”. En otro texto afirma: “Mi método de trabajo no me permite la menor invención, tengo que conocer a los personajes, haber hablado con ellos para poder recrearlos. No puedo describir una casa en la que no he estado.”
Cuando Pitol dice que su método de trabajo no le permite la menor invención nos recuerda, en especial, a Neruda, quien partía del mismo presupuesto para escribir poesía. Lo que nos interesa como lectores es leer el texto y recrearnos, primero, en él, porque es eso: una recreación. El escritor, ya le hemos indicado, se inventa al mirarse en el pasado o el presente. El secreto no es la fidelidad autobiográfica del narrador sino la verosimilitud con la cual nos puede atrapar, herencia de indudable raigambre cervantino. Y ese método de trabajo no se circunscribe a los recuerdos del niño que fue en Potrero, Veracruz. Lo aplica con rigor y excelsitud en el ensayo “El siglo de oro en la narrativa rusa”, en el cual lo desarrolla al contar lo que significó para él la relectura de “La Guerra y la Paz” de Tolstoi. El escritor se encontraba en Moscú. Y cuenta que “un día de asueto entre semana, fui casi por azar a la casa de Tolstoi.” Después de contar su arribo en una prosa que rebasa la crónica y surge, con suma delicadeza, el narrador-cronista, quien indica con una precisa y natural observación: “Esa visita me reveló, instantáneamente, la manera de interpretar la novela rusa, no solamente la de Tolstoi, sino la novelística rusa de su tiempo.”
El cronista cede el paso al narrador desde el momento que se propone contar su encuentro con la casa que fuera del escritor Tolstoi. Casi dos páginas antes, al inicio del ensayo, advierte: “Voy a hablar” del siglo clásico de la novela rusa, su siglo de oro, “que puede servir para entender, o por lo menos para intentar una aproximación, a la cultura que le da origen.” Y para ser contundente, desde el comienzo del texto, se deslinda con dos frases esclarecedoras: “No será esta una disertación académica, quien lo espere, así se sentirá defraudado.” Asevera que hablará de literatura rusa, de cuatro universos diferentes: Gógol, Dostoyevski, Tolstoi y Chejov, y subraya: “lo que haré como un simple lector apasionado.”
La frase “fui casi por azar a la casa de Tolstoi” no es una frase de cajón, pues indica más bien, la visión de la vida de un viajero que está dispuesto a encuentros inesperados, fuera de rutina. El azar, como realidad y concepto de origen griego, tuvo una presencia muy singular entre los románticos del siglo XIX, que Pitol conoció muy bien. Cuenta, pues, que la visita a la casa del narrador ruso en Moscú le reveló “instantáneamente” la manera de interpretar la novela rusa del siglo XIX. Esta es la clave del método de trabajo de Pitol. Se trata, en el fondo, de ir de la realidad a la literatura, en tanto esa realidad de la casa que describe con precisión novelesca, es otra realidad, creada por el narrador, y es entonces, cuando el lector no se debe anclar en la llamada “realidad empírica”, en tanto que el narrador “ve” esa casa desde la literatura que ha conocido en los libros de los escritores elegidos. La literatura le ha permitido descubrir la realidad que el visitante “observa.” Este es el secreto. Ingenuo sería suponer que aquella casa, hoy museo, se expusiera sin más en sus elementos y símbolos, personajes y tránsitos en su plena pureza sensorial al visitante. De suerte que todo lo que Pitol cuenta que vio, que se le reveló al recorrer la inmensa casa, llena de vida, de historias y demás es el resultado de la literatura leída de Tolstoi y de los otros escritores en tanto que la “descripción” es su punto de apoyo para “interpretar” la novela del siglo de oro ruso.
Se trata de un método audaz y diferente para hacer literatura sobre la literatura, en este caso, con una diferencia básica. El ensayista -que es también historiador de las ideas- se transfigura en narrador y este se regenera, reaparece, y, al mismo tiempo, deja aparecer de nuevo al ensayista, por una parte y, por la otra, no podemos inadvertir que la “visita” de un escritor a la casa de un escritor, ahora museo, fue el punto de partida para que Sergio Pitol leyera de nuevo al Tolstoi en tanto que “tuve la sensación, me quedó claro”, dice, que “una de las características de la novela rusa del siglo XIX es su carácter intensamente gregario”, que se le reveló en los intríngulis de esa casa grande, cuya disposición arquitectónica interior describe con pulcra exactitud, literariamente hablando. Allí, en este texto que comentamos, los juegos o desdoblamientos escriturales son verdaderos ejemplos del aporte que destacamos de Sergio Pitol.
Por lo anotado nos encontramos, sin duda, con la relación entre un microcosmos y un macrocosmos literarios que el genio renovador de Sergio Pitol nos ofrece. De suerte que es comprensible, en cierto sentido, que el escritor se aleje de una disertación académica para centrarse como un “simple lector apasionado”, que de simple no tiene nada y, obvio, de apasionado lo tiene todo. Alejarse de consideraciones académicas le es útil por varias razones. El escritor Sergio Pitol no fue un profesor universitario, ni un tradicional crítico literario. Con un gesto deslindante se asume solo como escritor por una razón muy precisa, no pretende polemizar con los “teóricos”, su intención es diferente: proponer otra manera de leer y hacer literatura. Serán los teóricos los llamados a dimensionar los diferentes aportes del narrador Sergio Pitol, uno de los genios modernos de nuestra lengua.